Mar 6, 2005

olor

Había un olor en la iglesia. Un olor de piel conocida. Una nostalgia que me entró por la nariz. Tal vez había una incopatibilidad muy grande entre la memoria y el escenario porque fui incapaz de ponerle nombre al olor. Rostro. Ni siquiera puedo decir con certeza que fuera el olor de él el que se me acercó en la banca de la iglesia. Sé que alguna vez prometí llevarme los moretones frescos y el olor y el vino. Confieso que los he perdido. Era un olor de hombre conocido. De hombre cercano. La familiaridad esa que hace que la nariz nos traicione y nos regale un pedacito de momento feliz. Eso quería encontrar en el olor. Era evidente que el dolor estaba ahí, en esa mezcla de limpio y piel nueva que se empeñaba en contarme de un hombre de rostro olvidado. Esa sensación de que algo tiembla antes de que siquiera nos toquemos. Todo por un olor. Ya no hay moretones. La piel no ha vuelto a ser la misma. Vieja, sin brillo. El aroma tampoco era exactamente. Me esforcé es cierto, pero no regresó. En la nariz nadamás. Después, tres lágrimas aburridas y pronto la misa había terminado.