Sep 3, 2004

Libreros

A veces no sé qué hacer con las palabras. No con las mías que sólo como Autriz me importan (esas las traigo a este lugar). No con esas renegadas tuyas que alguna vez me entregaste y que se han neagado a terminar de marcharse (esas están en el bote de la basura que el tiempo no ha pasado a recoger). No con las de la despedida que no tuvimos. Con las de los otros que sólo tú entenderías. ¿Qué hago con ellas? Todavía no sé. Antes sí sabía. Antes las colocaba con alegría en el librero que construimos y esperaba tu sonrisa cómplice. Saboreaba imaginarte en el camión, cubierto de inverno y bufanda mientras Almudena te transformaba en Juan Olmedo. Aguardaba expectante los intertextos que encontrarías en lo que nos acababa de pasar. Así de pronto, me descubría Lucrecia despojada de bufanda. Julio, por ejemplo, siempre tenía algo que hablaba de nosotros. Desde que te dije "me da pena", hasta ese día en que no soportaste más mis ojos de pájaro y te consolaste pensando que claro que me curaría, y eso que yo te quería como tú nunca me quisiste. No sé si la mujer que vivía en la arena haya sido un terrible presagio de que lo nuestro se nos escapaba como las dunas de entre las manos. No sé si a través de ella quisiste decirme que te sentías aprisionado. Nunca entendí por qué me lo prestaste. Nó sé si mi Morirás lejos deshojado y sin leer (por tí) me lo debió de haber dicho antes.
El gozo es siempre mayor cuando se comparte. Es de esas cosas que no disminuyen cuando se le regalan a otros. El gozo de las palabras es difícil de compartir. No a todo mundo le hablan igual. Y eso me gustaba mucho. Eso me hace falta mucho. Olvídate de los cuerpos y los planes compartidos. Cuerpos sobran (¿verdad?), y los planes, para algunos, son como un cajón interminable de calcetines limpios que se cambian cuantas veces sea necesario. Pues bien, hoy lo que me entristece más (y me sorprende escribir en-tris-te-ce porque habitualmente lo que existe es i-ra, e-no-jo) es esto.
Algunas veces termino de leer una línea, o un párrafo y busco tus ojos. A veces repito para mí una y otra vez la frase esa que sólo tú entenderías y mi mano sin querer alcanza el teléfono. Y entonces me doy cuenta de que no estás. La mayoría de las veces, el impulso es el de terminar cuanto antes eso que esté leyendo y correr a dejarlo sobre tu mesita de noche. Regalarte el volumen para que lo lleves contigo en el metro y te acompañe. Cobijarte por las noches con estas palabras ajenas. Porque las mías hace mucho que no te calentaban. Me muero, me muero de ganas de escribir aquí la referencia para que vayas corriendo a leer este libro indispensable que tengo entre las manos y que no puedo recomendarte.

Lo bueno es que de puras ganas nadie todavía se muere, y con ellas me voy a quedar.