Oct 5, 2005

tres

Salió a la calle con el cuerpo satisfecho. Suspiró sobre la acera vacía y húmeda y se encaminó a su casa. Serían tal vez ocho minutos si no se detenía a mirar las boberías que había en la ciudad dormida. Los escaparates silenciosos, las ventanas ciegas, los patrones del cemento en la banqueta. A veces hacía eso. Miraba la forma en que las sandalias recorrían los pasos que la separaban de una cama limpia. Esta noche la separaban de una ducha tibia, de unas cuantas horas de sueño antes de que hubiera que comenzar el día de nuevo. Suspiró otra vez. Su cuerpo estaba satisfecho. Se estremeció un poco cuando se dio cuenta. Miró arriba, atrás. Pocas veces lo hacía. Contó los pisos. Seis. Y hasta arriba, la azotea con el colchón y la velita solitaria y la funda de dormir y las almohadas prehistóricas y el hombre que no había bajado a despedirla. Asomarse así, desde la orillita del gozo (desde la orillita, porque al final no había podido sumergirse) a la ciudad. Los edificios mudos, los vecinos indiferentes. Retomó la calle. Iban a ser las tres de la mañana y pensó ahora en él, en él y en la última semana. La multiplicidad de cuerpos. Los besos aquí y allá. Las azoteas y las camas ajenas. Tres hombres por uno. Tres cuerpos por uno. Así de jodidos estaban los términos de intercambio.