Apr 5, 2005

Dijon

Los dos nos quedamos mirando a la mujer en silencio, con el estupor que causa reconocer en otro un detestable hábito propio. Con la vergüenza del que se mira en el espejo sin querer. Estaba sentada sola y llevaba una eternidad esparciendo minuciosamente la mostaza sobre el pan. ¿Cómo lo haces tú? Rompiste de súbito ese primer silencio que compartimos. Supe que sólo habría una manera de entrar en el juego. Al azar, un dibujo cualquiera sobre el pan directo del bote y se acabó. Sonreíste satisfecho. Ya estábamos en esto. Ya no se podría detener. Muy bien, aprobaste sin tener que explicarme que había salido airosa del único requisito arbitrario de esta cosa que podría ser cualquier un pan con mostaza. Que cada mordida sea una sorpresa, teorizaste, así me gusta a mí también. Porque uno sabe, y aquí entornaste los ojos y sonreíste de lado mientras tus manos ejercían la docencia gráfica del método. Uno sabe que es deliciosa, y uno puede asegurarse un continuo y aburridísimo pan de mostaza constate. Pero no hay mayor placer que el de la mordida seca que anticipa la siguiente, la que tal vez sí contendrá el picor en la nariz, el sabor excitante. Por eso comemos con tantas ganas. Y nos pusimos a vivir en la mentira. Jugamos a pretender que preferíamos no saber dónde estaría lo delicioso, a gozar la expectativa. Inventamos que nos encontrábamos por sorpresa, inesperadamente.