Oct 10, 2005

Julia Segovia

Nadie te lo ha dicho, pero ya llegó. Lo sabes. El viento movió de una manera distinta las hojas de la ventana esta mañana cuando te despertaste y él ya no estaba. Te preparaste para que no regresara ni aunque fuera muy tarde, el trabajo y esas cosas, qué pena que demoré tanto, suele decir cuando se tarda en llegar y tú sabes que no es esta noche cuando no vuelva. Hasta hoy. Ayer en la cocina te diste cuenta de que algo sucedía. Una hilera negra movediza se adueñó de las esquinas aledañas a los gabinetes de la cocina. Te estremeciste. Hormigas, dijiste al tiempo que tomabas un paño húmedo y las alejabas de ahí junto con el presentimiento. Después fuiste a la calle a comprar veneno para acabar con la plaga. No te pusiste zapatos ni te bañaste. Con la misma ropa con la que lo despediste a él después del café y el tercer beso cansado pero obligatorio fuiste al supermercado. Nunca supiste por qué tres besos, pero así era. Antes de marcharse, siempre te obsequiaba tres besos. Algunas veces de corrido, sobre todo en los últimos tiempos, pero escrupulosamente tres. Los primeros años era un ritual. Un beso con el café antes incluso de abrir los ojos. Beso número dos después de la ducha, todavía desnudo. Entre el periódico y el reloj en la muñeca te regalaba el número tres. A veces se devolvía de la calle porque había olvidado el tercero. Nunca lo reclamaste porque Manuel siempre respetó supersticioso la oscura regla de los tres besos. Tú lo sabes, es una regla ajena que has disfrutado sin merecerlo. Ahora casi siempre dos de los tres besos son en el vientre. Ya no son para ti. A veces te preguntas si alguna vez han sido tuyos, pero no lo dices. Claro tonta, contestaría con esa sonrisa que cada vez te tranquiliza menos. El empleado de la caja registradora mira el paquete solitario del veneno para hormigas y después tu vientre que ya no deja la menor duda. Tenga cuidado con esto, te advierte luego de que has pagado. No te molestas en contestarle. Sales y hace calor. Súbitamente te das cuenta. No son sólo las hormigas. Este año no hubo primavera. Este año después de toda la nieve de pronto la ciudad se ha vuelto una invernadero de vidrios relucientes. Todo es tan limpio, tan como siempre, pero el calor. El maldito calor que entorpece tu cuerpo abotargado. ¿Quién eres Julia Segovia? ¿Qué haces en esta ciudad de gente inteligente? Nada. Eres una efe dos, eso es lo que eres. En alguna ocasión fuiste otra, pero hoy ya no. Tu estatus en este país está determinado por tu condición de cónyuge. Esposa-maleta, acompañante académica, menaje de casa. Venías a consultar los libros que te permitirían, ahora sí, escribir tu tesis. Tantos dólares que te habían dado los de la fundación esa y ahora mírate. ¿Te acuerdas cuánto te ofendió cuando el examinador te preguntó que si tenías una pareja? ¿Si pensabas casarte? Lo miraste duro y frío detrás de los lentes y le preguntaste que si a los candidatos varones les preguntaban la misma cosa al evaluar el riesgo de la inversión. Mírate, mírate ahora. No hace tanto de eso, todavía, algunos libros en la maleta, algún suéter que no alcanzaste a usar. Esa no es manera de recibir a nadie en el mundo. Una efe dos sobrecalificada. Claro, tú no eres como las otras efe doses con las que te reúnes cada semana a almorzar. Las esposas de los que tienen visa f-1 de estudiante. Las porañadidura. Esas muchachas que se casaron a la carrera porque si no no se las iban a traer a los Estados Unidos a acompañar a los esposos estudiantes. Viviendo una luna de miel prolongada, una vida de mentiritas. Todo era un mientras para ellas. Mientras la tesis, el título, la visa definitiva, la oferta de trabajo. Tú no eres así.