May 7, 2005

vara

Voy a contarte cómo fue que un día me convertí en adivina y después lo olvidé para siempre hasta hoy. Era invierno y estaba haciendo mucho frío. Habías ido a buscarme al aeropuerto con un periódico en la mano. Cuando hablamos por teléfono me pediste que me sentara un rato en la sala cuando llegara, porque el horario de mi avión te resultaba inconveniente. Yo había arreglado todo para salir a las cinco de la mañana del aeropuerto de McAllen, para que tuviéramos todo el día juntos y tú me saliste con que tenías cosas que hacer y que me llevara por favor un libro que me entretuviera mientras te esperaba, sería sólo cuestión de un par de horas. Mentiste y debí saberlo entonces. Pero si lo hubiera sabido entonces, entonces nunca hubiera ido a Chicago ese invierno a que recibiéramos el año nuevo. Cuando buscaba mi maleta apareciste con un periódico en la mano. Olvidé la maleta y corrí. Es cierto, corrí a tu encuentro. Hace mucho que no corro al encuentro de nadie. Eso lo supe a la mañana siguiente. A la mañana siguiente fue cuando me convertí en adivina y predije que no correría más al encuentro de nadie nunca. O casi nunca. Estábamos tirados de espaldas mirando el futuro. Habíamos pasado mi primer día en Chicago haciendo compras. Tomamos el metro y fuimos al supermercado y compraste callos de hacha y salsa de tomate con vodka y queso y pan y tal vez hubieras comprado vino, pero no lo sé. Llevábamos mi pequeña maleta en el carrito con los víveres como si fuera la cosa más normal del mundo. No recuerdo qué hicimos después, cuando llegamos a tu casa. Es posible que hayamos hecho el amor tres veces, pero no estoy segura. A lo mejor sólo serían dos. Después me hiciste de comer mientras me contabas cosas de gentes que no conozco. De mujeres que habían estado enamoradas de tí toda la vida y cosas así.

Yo estaba enamorada de tí, y es posible que tú pensaras que estabas enamorado de mí. Esa noche, creo que fue esa noche, me pediste que me pusiera unos zapatos bonitos. Zapatos bonitos casi siempre quiere decir altos y que el pie se congele. Tomamos un taxi y no me dijiste a dónde íbamos. Las direcciones que le dijiste al taxista las he olvidado porque no me decían absolutamente nada. Me susurraste al oído que te gustaba y que "me habías visto por ahí". Después, indolente, me preguntaste que si quería que tuviéramos sexo. Eran las líneas ridículas de una canción que te ocupaba un cacho del cerebro desde hacía algunas semanas. Yo miraba las calles y me reía. Llegamos entonces a un restaurancito minúsculo. El mismo al que me habías invitado la primera vez que me invitaste a ir a Chicago a visitarte. Cruzamos la calle tomados de la mano, yo me había puesto un pantalón color camello con un suéter de cuello alto negro y los aretes que me regalaste. Cenamos con una lentitud deliciosa. Yo ordené en francés una ratatouille y tú pediste, tal vez pediste pescado. Nos encontramos a un amigo tuyo y me lo presentaste antes de que llegarala comida. Es un alcohólico, me susurraste. Se dijeron feliz navidad a pesar de que él es judío y tú no tienes motivos para festejar el nacimiento de Jesús.

Después quiso saber qué habías recibido como regalo. A ella, dijiste y te reíste. Yo también me reí y cuando compartimos una mirada breve te sonreí con dobles intenciones. Después se marchó y volvimos a hablar de cualquier cosa y a mirarnos como bobos. Bebimos vino y lo sentimos irse a la cabeza deliciosamente. No discutimos los procesos químicos que se estaban llevando a cabo en nuestros cuerpos, pero nos sentíamos bien. Cuando salimos de ahí y yo pensé que iríamos ahora sí a dormir, me llevaste a oír jazz. Todavía oigo jazz y es ahí. Cierro los ojos y estamos en ese lugar oscuro, parados junto a la barra. Tus dedos imitan el ritmo de la música sobre mi espina. Después se deslizan y terminan por acomodarse en un descanso de cadera. Estamos tomando cerveza y mirándonos como idiotas. Hablamos de la gente que está sentada, los observamos, nos burlamos. Vuelves a susurrarme cosas al oído. Aquí hay que usar ropa, desafortunadamente. Esta noche soy hermosa y tú eres perfecto y Chicago no se da cuenta que se convierte poco a poco en una leyenda. Que esta noche se construyen varios mitos fundadores y yo mañana tendré una premonición.

Es de día, pero no tenemos planes de aceptarlo todavía. El sol está entrando por el ventanal y desde donde estamos tumbados podemos mirar el lago. Hiciste café y pan con queso y mermelada pero no has logrado sacudirnos por completo la madrugada del pelo. Hay estrellas tiradas por todas partes. Entonces me doy cuenta que no habré de estar nunca más con ningún hombre. Acostada sobre tu pecho digo con los ojos cerrados: "Estás poniendo la vara muy alta" y suspiro resignada. Entonces dices una estupidez que me confirma que no habremos de estar juntos "No, no te conformes nunca. No te conformes con menos que esto". DEspués lo olvido todo hasta hoy. Hasta hoy me doy cuenta que por eso no consigo decir que sí. Mi decreto desnudo de invierno frente al lago me lo impide. Tengo muchas ganas de volver a. Dejaste la vara ahí, imposible, fraudulenta. Una vara tan alta construida a base de mentiras no puede ser cierta. Habremos de quitarla, habremos de bajarla. No para conformarnos, pero para que nos amen de verdad. A mí, a mi cuerpo, a mi deseo cansado de tí. Expulsar tu marca mentirosa de mi piel, arrancarla del recuerdo.