Mar 31, 2005

conejitos

Verá usted, se lo cuento porque todavía lo recuerdo, fresquito, como si acabara de pasar. Estaba yo en la biblioteca, leyendo seguramente alguna novela, a veces me gusta leer novelas en la biblioteca. Aquí en las estaciones no sé cómo hace la gente para leer, parados en los vagones, ignorando a la gente que sube y baja y los ruidos y los niños que venden chocolates y los músicos ambulantes. A mí me hace falta el silencio, y cuando no se puede en otra parte, me meto a la biblioteca y respiro el silencio y me pierdo en algún libro. Pues estaba leyendo cuando me dí cuenta de que tenía un problema de conejitos. No me mire así, seguro lo de los conejitos se lo debo a Julio. Fue a él a quien se lo escuché la primera vez. Se lo leí, pues. Aunque bueno, si vamos a buscar un responsable más directamente sería la fecha. Ya ve que los conejitos son típicos de estas épocas, junto con los pollos y los patos y los huevos pintados mariconamente de rosa y celeste y amarillo. Uno camina todo el día por la calle estos días y no se mira otra cosa en las vitrinas y los estantes. Chocolates con forma de huevo, canastas llenas de césped sintético y muñequitos de conejos y patitos y esas carajadas. Se les olvida de qué se trata la pascua y se ponen a vender y vender. Seguro por eso traía yo presente lo de los conejos. Aunque los de la biblioteca anoche eran grises y cafés, no como los blanquitos de las decoraciones. Fíjese que hasta ví a una mujer vestida de conejo blanco en el parque. Tenía hasta las orejas y el rabo y a un par de niñas rubias la seguían con canastas de colores. Pero estaba en la biblioteca, en el pasillo efe, para ser exactos, justito como el tren que acaba de pasar sin detenerse. ¿No sería el suyo, no? En algún momento los conejitos grises y cafés comenzaron a ser un problema. Ahora que lo pienso, seguro que todo esto es culpa de Julio, ¿lee usted libros en español? Ah, por eso no sabe de Julio. En fin, a causa suya es que yo entiendo cómom ha sucedido este disparate de los conejitos. Y justamente por él también, yo creo, he decidido remediar de una vez la plaga que me distraía sobre la mesa. Era una mesa redonda en la que me encontraba. Y sobre los estantes chaparros ¿conoce la biblioteca roja por dentro? Ah, es que entre las filas de libreros hay estantes bajitos, como de un metro sesenta tal vez. Sobre ellos hay unas cajas transparentes de acrílico que nunca antes había visto. Es posible que no estuvieran antes ahí, cómo saberlo si de pronto todo es tan confuso, por eso se lo cuento ahora, y mire qué atinado que se tardan tantos los trenes, aunque no se puede fumar y eso sí vuelve insufrible la espera, a menos que se cuente con un libro o un interlocutor. Pero ya le he dicho que los libros no pueden verdaderamente leerse en el metro, ni tampoco se fuma para entretener la espera, así que ha sido afortunado esto, usted allí, tan amable, tan atenta. Alguien me dijo que el calor acabaría con las plagas de conejitos. Francamente ahora entiendo que es un poco absurdo, como si fueran insectos. Como las velas de citronella que uno pone en los jardines para ahuyentar a los moscos. Pues bien, en aquel momento me pareció lógico y decididamente práctico el remedio del fuego, o del calor o yo no sé cómo acabé con las velas. Elegí velas pequeñitas, de esas que vienen en contenedores de aluminio barato y que se consumen en cuestión de una noche. Las venden por costales en la tienda esa sueca de New Jersey. En el apartamento están por todas partes porque no hay dónde guardarlas así que uno se tropieza con ellas en la cocina y en el baño y en los quicios de las ventanas. Seguramente de ahí provenían. Coloqué una vela en cada caja de acrílico junto con un conejito gris o café. Suena más complicado de lo que fue. Tal vez los conejitos estuvieran cansados de merodear en mi mesa circular y por ello se abandonaron en las cajitas transparentes sin mucho jaleo. No me pregunte cómo encendí las velas porque no lo recuerdo. No recuerdo tampoco que hubiera disturbios ni olores ni ruido. Sólo recuerdo a la mujer alta de suéter rosa viniendo a mi mesa circular. Me pidió que la acompañara a uno de los estantes chaparros sobre el cual estaba una caja de acrílico transparente que ahora contenía un pedazo de carbón. Yo sabía que eso había sido un conejito hacía poco, y por lo visto ella también. No sentí ningún remordimiento, no me mire así. Es cierto que debí sentir algo, y me esforcé porque así fuera, pero fue imposible. Admití que había sido obra mía y me entristecí al saber que los conejitos de otros estantes habían conseguido salvarse. Aparentemente existen conejos más avanzados que otros que son capaces de soplar. Me parece verdaderamente asombroso y me gustaría verlo alguna vez. Entiendo que también existen parroquianos de la biblioteca que son capaces de abandonar sus lecturas para llamar a algún distante encargado y notificar que hay un exterminio de conejitos en el séptimo piso, en la sección efe, mire ustéd, justo como la letra que ostenta este tren que se aproxima, ¿ah, se marcha ya?